Recorría el desierto, mecido por la ondulación de las dunas y el viento. La tierra en los ojos le impedía ver el atardecer. Sin embargo, intuía la oscuridad que se cerniría sobre él de un momento a otro. No recordaba quien era y que hacía allí. O quizás, sí. Un alma en pena que huía.
El desierto es como el mar - pensó - Cuando te ves inmerso en sus olas de arena, los únicos guías plausibles son la luna, el sol y las estrellas. Pero él, lejos de ser aficionado a la astronomía se limitaría a levantar la vista para observar aquel espectáculo de vida y luz, sin ninguna intención de descifrarlo, más bien con la idea de admirarlo embelesado.
A veces, el significado estropeaba la estética de las cosas, él lo sabía bien. No le quedaba mucha agua, aunque tampoco le importaba demasiado. Si había que morir, aquel era el lugar adecuado, lejos del ruido y la corrupción vital.
Se tumbó en el suelo boca arriba, a la vez que intentaba capturar los últimos segundos de luz. De pronto, el manto de estrellas se hizo visible y le recubrió por completo.
Ya no había mucho más que decir o hacer, tan sólo dejarse envolver por el frío y morir con los ojos llenos de estrellas.
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