El jefe se había curtido en escuelas militares yanquis y fardaba a menudo por teléfono sobre sus contactos con la cúpula política de la derecha francesa. Tan sólo unas semanas allí como auxiliar administrativa alias “chica-para-todo” me habían bastado para averiguar que aquel tipo era un depravado a pequeña escala. Los profesores de inglés a los que contrataba cobraban una miseria y más de una vez fui testigo de cómo éstos desfilaban hasta su oficina para exigir el ingreso de un sueldo que siempre se retrasaba, hasta el punto de que no tenían ni para comprar el bono metro.
Un día, uno de ellos se plantó desesperado en la oficina y amenazó con no levantarse de la silla, a menos que le ingresara el dinero de inmediato. Para mi asombro, el jefe sacó un billete de 10 euros para que pudiera subsistir hasta que se hiciera efectiva la orden del ingreso.
Entendí que mi desesperación me había conducido a aceptar el trabajo equivocado, una vez más. Sin contrato, aunque con la promesa de firmar en breve uno. Mi objetivo las dos semanas siguientes era resistir y llegar a cobrar el sueldo de un mes, para luego largarme. Así que, me encontré durante otras dos semanas haciendo pruebas prácticas de inglés por teléfono a miles de empleados de Telefónica, que iban a recibir sus clases. Mirando deudas y facturas nunca pagadas, soportando desbarajustes varios, horas de más y comentarios machistas y casposos. Era mayo y yo me lancé a las calles. El 15M brotó como una savia nueva y fresca, pero sobre todo, como un fiel reflejo del desahogo, la impotencia y la indignación que yo misma sentía en mi interior.