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Sus voces se elevaban por encima de las demás, con una despreocupación inocente y jovial propia de la adolescencia. Aquella tarde, en aquel vagón de metro, la conversación de la que estaba siendo testigo me provocaba desconcierto, al advertir el uso de un lenguaje diferente. No usaban palabras en otro idioma, ni tenían un acento incomprensible. Simplemente manejaban una jerga propia, procedente de su contacto con una realidad marcada inevitablemente por su relación con las nuevas tecnologías.
Sacaban los móviles para fotografiarse en el metro y acto seguido subir las imágenes a “Tuenti”. A su vez, una de ellas se dedicó a poner la última canción de una tal “Hanna Montana” a través del móvil, queriendo compartir en vivo con el resto del pasaje su recién adquirido dominio del inglés. Su actitud infantil contrastaba con su aspecto.
Todas ellas vestían mini-faldas y zapatos de tacón alto, lo que me provocaba dolor ajeno en los talones. Llevaban el rostro excesivamente maquillado, como queriendo aparentar inútilmente una mayoría de edad, que obviamente, no tenían. Unas pinturas de guerra que quizás les servirían aquella noche para cruzar el umbral de algún garito o discoteca de moda, sin necesidad de mostrar el carnet.
Sacaban los móviles para fotografiarse en el metro y acto seguido subir las imágenes a “Tuenti”. A su vez, una de ellas se dedicó a poner la última canción de una tal “Hanna Montana” a través del móvil, queriendo compartir en vivo con el resto del pasaje su recién adquirido dominio del inglés. Su actitud infantil contrastaba con su aspecto.
Todas ellas vestían mini-faldas y zapatos de tacón alto, lo que me provocaba dolor ajeno en los talones. Llevaban el rostro excesivamente maquillado, como queriendo aparentar inútilmente una mayoría de edad, que obviamente, no tenían. Unas pinturas de guerra que quizás les servirían aquella noche para cruzar el umbral de algún garito o discoteca de moda, sin necesidad de mostrar el carnet.
Por la conversación pude intuir que se dirigían primero a algún parque, para empezar a pillar “el primer pedo” con alguna mezcla exótica de bebidas.
De pronto pensé que mi mirada prejuiciosa decía más de mí que de ellas. La existencia por mi parte de un sentimiento de incomprensión, o quizás de una vejez prematura. Después de todo, aquella era una lección sobre las diferentes tipologías de la fauna humana, según la época y la edad. Sentada en aquel vagón de metro me sentí de pronto extraña y mayor, ajena a la realidad de aquellas nuevas Lolitas del 2010. Aunque, casi seguro, ignorasen quien era Nabokov.