Pocos personajes han sabido combatir con las palabras y achicar al enemigo como Cyrano de Bergerac en la literatura universal del siglo XIX. Su discurso ingenioso y elocuente se ha convertido en cada representación teatral en un alegato de honestidad para criticar la hipocresía de una sociedad marcada por el mundo de las apariencias y los estereotipos clasistas. No es casualidad que el nacimiento de tal personaje se produjera en 1898, momento histórico en el que se desarrollaban politicamente ideas como el marxismo o el socialismo utópico. Cyrano encarna el idealismo de quien prefiere una vida sencilla y honesta, del poeta espadachín que disfruta humillando al burgués y al pretencioso. Dotado de una nariz descomunal que marca su razón de ser, es capaz de observar el mundo con lucidez, al mismo tiempo que se esconde entre las sombras para poder recitar verdades de amor que desarmen el corazón de su amada.
El amor se convierte en el impulso creador que le llevará a resistir hasta el final de sus días, sin llegar a desvelar la verdadera identidad que se esconde tras las apasionadas cartas de amor que van dirigidas a su amada. Para el leal Cyrano, lo que importa realmente es la lucha, porque según sus propias palabras en esta vida “hay que aprender a fracasar..” para poder levantarse y continuar luchando. Incansable y pendenciero, se convierte en la obra en un ser molesto para sus enemigos. Ya se sabe que el idealismo puro siempre fracasó, aunque siempre encuentra una manera para renacer una y otra vez a lo largo de la historia, y seguir molestando a las estructuras políticas de vez en cuando.